Ahí
fuera hay un 'Gran Hermano' que lo sabe todo sobre nosotros. Quizá
George Orwell tuviera razón. Nos adentramos en un mundo vigilado y
medido. Varios miles de ingenieros, matemáticos e informáticos
rastrean y manejan la información que generamos a cada instante. Una
llamada con el móvil, un pago con tarjeta de crédito, un 'click' en
Internet... datos valiosísimos para un imperio de recopiladores que
trabajan para empresas, Gobiernos y partidos políticos. Cientos de
miles de ojos pueden adivinar nuestros gustos, nuestras aficiones y
hasta nuestras pasiones. No estamos tan solos como pensamos frente al
ordenador. ¿Dónde se encuentra el límite de la privacidad? ¿Hasta
qué punto es lícito tener acceso a determinada información? ¿Es
posible que hoy alguien no sepa absolutamente nada sobre usted?
Stephen Baker, autor del libro 'numerati', publicado en España por
Seix Barral, narra en este texto exclusivo para 'El País Semanal'
las entrañas de un universo opaco formado por misteriosos personajes
que ponen en jaque a legisladores de ambos lados del Atlántico. Los
llamados 'numerati' controlan hasta nuestros pasos. Y están
dispuestos a escribir el guión de nuestras vidas.
Video afin: mirelo http://www.youtube.com/watch?v=DbiNDOfHHlY&feature=related
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El actor norteamericano Michael J Fox padece de Parkinson. Cuando los
investigadores clínicos repasan ahora sus programas de televisión
de los noventa, mucho antes de que se le diagnosticase la enfermedad,
pueden detectar cambios sutiles en su voz y su forma de andar. El
actor, sin quererlo, nos presenta el caso perfecto para poder
estudiar su comportamiento, ya que ha pasado gran parte de su vida
delante de las cámaras. Pero hoy en día no resulta tan distinto del
resto de los mortales. Imprevisiblemente, nos adentramos todos en un
mundo vigilado y medido.
En Portland, la ciudad más poblada del Estado de Oregón,
tenemos ya una muestra de lo que se nos puede venir encima.
Allí, centenares de personas mayores han invitado a Intel Corp, el
fabricante de semiconductores, a colocar sensores en sus hogares.
Esta maquinaria realiza mapas de sus movimientos en sus casas y
calcula la media de sus pasos. Registra el tono de sus voces y el
tiempo que tardan en reconocer a un amigo o pariente al teléfono.
Los sensores debajo de sus colchones no sólo toman nota del peso y
de sus vueltas en la cama, también de sus paseos al baño. El
cepillado de dientes, las visitas a la nevera a medianoche... Todo
queda registrado, y todo viaja a través de Internet a los
ordenadores de Intel.
Con este acopio de información, los científicos de Intel están
desarrollando lo que ellos llaman los puntos de partida
de comportamiento de cada hogar. Cualquier desviación de las normas
es señal de que algo puede estar fallando. La investigación está
en sus albores. Pero, con el tiempo, esperan programar
los ordenadores para que sean capaces de reconocer los patrones
de las enfermedades desde los primeros estadios de Parkinson o
Alzheimer. Confían en que eventualmente se podrán reemplazar
enfermeras bien retribuidas mediante artilugios de vigilancia
cada vez más baratos -sin mermar la calidad de vida de los
pacientes-.
Mientras se desarrolla ese escenario, una nueva casta de
profesionales despunta. Éstos no son médicos ni enfermeras, pero sí
especialistas en encontrar patrones significativos entre las cada vez
mayores montañas de datos digitales. Les llamo los numerati. Son
ingenieros, matemáticos, o informáticos, y están cribando
toda la información que producimos en casi todas las situaciones de
nuestras vidas. Los numerati estudian las
páginas web que visitamos, los alimentos que
compramos, nuestros desplazamientos con nuestros teléfonos móviles.
Para ellos, nuestros registros digitales crean un enorme y
complejo laboratorio del comportamiento humano. Tienen las claves
para pronosticar los productos o servicios que podríamos comprar,
los anuncios de laweb en que haremos click, qué
enfermedades nos amenazarán en el futuro y hasta si tendremos
inclinaciones -basadas puramente en análisis estadísticos- a
colocarnos una bomba bajo el abrigo y subir a un autobús. El
publicista Dave Morgan es uno de ellos. Desde su empresa Tacoda,
ubicada en Nueva York, ha contratado a estadísticos para rastrear
nuestras correrías por la Red y predecir nuestros pasos. La misma
tarde que conversé con él vendió su empresa por más de 200
millones de dólares.
No es fácil determinar el número total de numerati, pero
a un alto nivel existen varios miles de personas que realizan estas
tareas. Y están orgullosos de lo que hacen. Creen que sirve para
curarnos, para encontrar amigos, para conocer amantes. Muchos de
ellos trabajan en universidades y empresas privadas. Intercambian
información en congresos y conferencias. Si bien no puede hablarse
estrictamente de una especie de mafia matemática,
una parte importante de ellos lleva a cabo estas actividades de
manera coordinada. Estados Unidos es su tierra prometida. En Europa,
en cambio, regulaciones más estrictas dificultan su tarea, sobre
todo en países como Alemania y Francia.
Quiero dejar muy claro desde el principio que esta ciencia, basada en
la estadística, determina solamente la probabilidad. No puede
predecir con certeza el comportamiento de un individuo. Por eso,
los numerati empiezan a proliferar en sectores en
los que se pueden cometer errores de forma regular sin causarse
(o causarnos) problemas. La publicidad y el marketing son
sus campos de pruebas, y Google, una compañía que resuelve nuestras
búsquedas con escalofriante aproximación en nanosegundos, es
el primer emperador del reino.
Llevo meses dando conferencias sobre los numerati por
Norteamérica y, cuando describo sus averiguaciones sobre lo que
llevamos en nuestros carritos de compra o lo que tenemos en los
botiquines de casa, observo que la gente empieza a menearse en sus
asientos y a hablar en voz baja con los de al lado. Les preocupa el
asalto a la privacidad y les alarma saber que Yahoo! captura una
media mensual de 2.500 datos sobre cada uno de sus 250 millones de
usuarios. Al final de las conferencias, alguien suele preguntar si
podemos hacer algo para protegernos de los inquisitivosnumerati.
Esta creciente preocupación está empujando a políticos y
legisladores a ambos lados del Atlántico para poner freno a una
forma de marketing por Internet conocida
como targeting del comportamiento. Están implicadas
compañías como Yahoo! y Google y cientos de pequeñas empresas de
publicidad. Llegan a acuerdos con editores, incluyendo los
principales periódicos y revistas, para colocar a cada visitante un
código informático identificador conocido como unacookie (galleta).
Esto les permite seguir muchos de nuestros movimientos por la web. La
mayoría de estas compañías ni siquiera se molestan en conseguir
nuestros nombres y direcciones (seguramente eso les daría problemas
con las autoridades de protección de datos). Nuestros patrones
de navegación les son suficientes. Un madrileño que lee un artículo
sobre París y consulta los precios sobre un tinto de Burdeos tendrá
más probabilidades que los demás usuarios, según decide un
programa automatizado, de hacer click en un anuncio
de Air France. Así que le colocan uno mientras navega por la Red.
Aquellos preocupados con la privacidad pueden borrar las cookies de
forma periódica, o incluso dar instrucciones a su ordenador de que
no las acepte. Al hacer esto, están optando a no ser tratados como
una persona conocida, sino como un punto negro intercambiable. Eso es
lo que millones de nosotros hemos sido durante décadas en centros
comerciales y supermercados y en las aceras de las grandes ciudades:
virtualmente indistinguibles de los demás. Muchos lo asociamos con
la privacidad.
Sin embargo, no todo el mundo comparte la misma opinión. Ni de
lejos. Sentados uno al lado del otro entre el público, algunos están
tan preocupados con la privacidad, que juran "salirse de la
pantalla". Pero hay muchos otros que publican los detalles más
íntimos de sus vidas en Facebook, MySpace, Tuenti y en las ráfagas
de 140 caracteres de Twitter. Mucha de esta gente no tiene
inconveniente en contestar encuestas en sitios web de
libros, cine o citas. Quieren sistemas automatizados que les conozcan
mejor para poder recibir un servicio personalizado o ampliar sus
conocimientos de obras de creadores que les son desconocidos.
Hay un foso divisorio entre aquellos que quieren que las máquinas
estén informadas y sean inteligentes y los que prefieren que se
queden en la oscuridad. Así que la línea divisoria sobre privacidad
no es entre los numerati y el resto de la humanidad;
existe (y se hace cada vez más ancha) entre las personas que
tienen diferente opinión sobre ese tratamiento de la
acumulación de datos personales. Como sociedades, no tenemos claro
todavía qué papel deben tener las máquinas que cada vez más van a
ayudar a gestionar nuestras vidas.
También hay algo evidente. Las cantidades de datos
digitales que producimos continuarán creciendo exponencialmente. Y
si está usted preocupado con la publicidad que estudia su conducta
cuando navega por la Red, ya está viviendo un adelanto de lo que se
nos viene encima. Veamos Sense Networks. Es una pequeña y joven
compañía startup en Nueva York que estudia los
senderos que vamos dibujando mientras nos movemos con nuestros
teléfonos móviles. En los ordenadores de Sense, cada uno de los
millones de personas que rastrean no es más que un puntito
parpadeante en un mapa. Pero los científicos de Sense pueden
estudiar esos puntos y sacar toda clase de información sobre esas
personas. Si el punto se pasa muchas noches en el mismo barrio, Sense
puede (cruzando datos del censo) calcular sus ingresos o el valor
medio de su vivienda. Los puntos que pausan en paradas regulares
camino del trabajo son usuarios de trenes de cercanías. Es fácil
ver los que van de copas por la noche. Los que juegan al golf, los
que van a la iglesia, los que duermen en distintos sitios, todos
están fichados por los datos.
Esto es sólo el comienzo. Mientras el sistema de Sense sigue los
movimientos de los puntos, empieza a reconocer patrones similares.
Asigna a cada grupo o tribu su propio tono de color. No es posible
siempre definir estas tribus, porque los patrones son seleccionados
por el ordenador, no por personas. Pero ahora las tribus trascienden
los tradicionales segmentos demográficos con los que se han guiado
los profesionales del marketing durante décadas. En
el esquema de Sense, dos gemelos idénticos podrían tener
puntos de colores distintos. Después de todo, conductas
similares pueden ser más determinantes que las mismas edades o
el color de piel.
¿Por qué centrarse en todos estos puntos? Supongamos que un
cervecero monta una promoción exitosa en los barrios madrileños de
Moncloa y Argüelles. Mirando uno de los mapas de Sense, la compañía
podría rápidamente ampliar la campaña a otros barrios que estén
parpadeando con los mismos puntos. O podría anunciar la promoción
en líneas de autobuses que llevan viajeros del mismo colorín. Los
políticos, que empiezan a usar técnicas de análisis complejos de
datos para llegar a los votantes potenciales, podrían estudiar los
sombreados de los puntos en sus mítines. Luego podrían buscar
grupúsculos de esas mismas tribus en otro pueblo o ciudad. Un
partido centrista podría encontrar que personas en barrios que
habían descartado como socialistas o nacionalistas podrían
mostrarse receptivas a su mensaje.
El estudio de los movimientos de las personas a través de sus
teléfonos móviles es sólo el principio. Con terminales cada vez
más sofisticados, entregamos más y más información sobre nuestro
comportamiento a los numerati. A través de nuestras
búsquedas en el móvil, los anunciantes, por ejemplo, pueden empezar
a estudiar cuándo y dónde nos entran el estímulo para ir de
compras o las ganas de cenar en un buen restaurante. Nokia contempla
analizar a la gente a través de los sitios desde los que envían
fotos. ¿Qué puede inferir una compañía sobre los que hacen fotos
del palacio de Buckingham o del puente de Londres? No lo sabrán
hasta que no estrujen los datos.
Al mismo tiempo que muchos se rebotan por la noción de ser seguidos
a través de un punto coloreado, a otros les gusta. En febrero,
Google lanzó su programa Latitude en 27 países. La aplicación
permite que la gente con terminales de gama alta comparta datos
de localización con sus amigos -y con Google-. En pocos meses,
más de 25 millones de personas se han bajado la aplicación móvil
de Facebook. Ésta permite que la compañía de redes sociales, que
ya almacena un inmenso tesoro de información personal, estudie los
movimientos y patrones de comportamiento de una comunidad
grande y creciente.
Mientras la economía global flaquea, las posibilidades
de los numerati aumentan. Sus esfuerzos para ser
capaces de refinar las búsquedas de los consumidores potenciales
conllevan la promesa de eficiencia y menores costes. En ningún sitio
es esto más evidente que en el lugar de trabajo, donde las empresas
pueden escudriñar los patrones de tecleos y de búsquedas en
la web. En San Francisco, Cataphora ha desarrollado
un método para evaluar a los trabajadores basándose en sus correos
electrónicos. Aquellos cuyas frases son reenviadas más a
menudo a los demás son valorados como "generadores de ideas".
Y aquellos que transmiten estas perlas reciben buena nota como
"trabajadores sociables". En un diagrama que Cataphora
preparó para una compañía de Internet, cada trabajador es
representado por un disco de color. Los discos grandes y de colores
oscuros son considerados activos y eficaces. ¿Y los pequeños y
claritos? Puede que sean los primeros que se tengan en cuenta
para un ERE.
El sistema de Cataphora es primitivo, y los directivos que se
guíen a ciegas por él sin duda merecen sus propios pequeños discos
claros. Al fin y al cabo, los mensajes más reenviados podrían ser
chistes verdes o chascarrillos de la oficina. Estoy convencido de que
la cuantificación del trabajador en su puesto está a la vuelta de
la esquina. Los gerentes cada vez tendrán más en cuenta sus
conclusiones. Y las técnicas se harán cada vez más sofisticadas.
Los investigadores del Massachusetts Institute of Technology e IBM,
un referente en análisis del lugar de trabajo, estudiaron
recientemente las redes sociales de varios miles de consultores de
tecnología de IBM. Se dieron cuenta de que los trabajadores que
mantenían mucha actividad de correo electrónico con uno solo de sus
superiores traían alrededor de 1.000 dólares más de ingresos al
mes que la media; aquellos con una actividad menor, pero mantenida
con más de un superior, tenían peores resultados, 88 dólares menos
al mes de media. Estas conclusiones no sorprenden. Pero mientras
nosotros los trabajadores producimos más datos, las máquinas van a
desarrollar unos análisis cada vez más precisos.
No es que los numerati no tengan que asumir grandes
retos. Gran parte de los estudios sobre los empleados de IBM están
basados en los mismos algoritmos que la compañía usa para mejorar
las cadenas de suministro de componentes para sus clientes
industriales. Pero los humanos somos distintos de las piezas de
maquinaria en cosas importantes. Aprendemos, cambiamos y conspiramos
cuando están en riesgo nuestros intereses. Y somos expertos en
manipular los mismos sistemas diseñados para vigilarnos y
controlarnos.
Para enfrentarse a esta complejidad, los numerati en
IBM trabajan con equipos de antropólogos, psicólogos y lingüistas.
Su objetivo es colocar a cada trabajador en la función correcta en
el momento justo, con sólo el mínimo entrenamiento necesario y
rodeado de colegas que lo apoyen para ser tan productivo como sea
humanamente posible. Aunque suena un poco tétrico, tiene su lado
positivo. Los estudios no dejan lugar a dudas de que los trabajadores
de la información más felices son más productivos y se les ocurren
mejores ideas. Así que algunas de las premisas para mejorar la
satisfacción en el empleo tendrán que encontrar sitio en estos
algoritmos de productividad.
Mientras estudiaba los distintos laboratorios de los numerati, llegué
a la conclusión de que en algunas áreas, su metodología nos viene
impuesta. En la oficina, claramente, muchos de nosotros vamos a ser
humildes siervos de los datos. Pero en otros apartados, como
citas online,mantendremos el control. Podemos decidir si
queremos mandarles nuestros datos (e incluso calibrar cómo de
ciertos queremos que sean).
Para un experimento, mi esposa y yo nos apuntamos a un
servicio de citas online llamado Chemistry.com.
Queríamos ver si podríamos dar el uno con el otro a través de los
algoritmos supuestamente avanzados de la compañía. Contestamos a
docenas de preguntas íntimas e intrusivas porque teníamos interés
en que la máquina tuviese información veraz nuestra y que nos
conociese mejor. Al final, la ruta para encontrarnos nos hizo vivir
algunas aventuras incómodas (y admito que no me gustaron nada
algunos pretendientes que las matemáticas seleccionaron para
mi mujer). No obstante, durante todo el proceso, dimos detalles para
nuestros propios fines. Nosotros éramos los dueños de los datos.
Pero me gustaría añadir otra nota inquietante sobre aquellos
hogares vigilados de Portland. Casi todo lo que hacemos -si se
estudia con minuciosidad- da pistas sobre lo que ocurre en nuestras
mentes. Me lo cuentan muchos investigadores. Cuando analizan los
cambios en la rutina de las pisadas sobre el suelo de la cocina o el
grado de seguimiento de un tratamiento médico añaden: "Esto
también nos da una buena lectura cognitiva". Es una especie de
dos por uno. Analiza cualquier conducta y obtienes lo que pasa en el
cerebro de propina.
Y a mí, hay algo que me da verdadero miedo: se pueden sacar las
mismas conclusiones analizando las palabras que escribimos.
La novelista británica Iris Murdoch padeció Alzheimer
hasta su muerte en 1999. Años después, los investigadores vieron
que el vocabulario de sus escritos empezó a perder su riqueza y
complejidad más de una década antes de que se le diagnosticase la
enfermedad. Supongo que ya pueden ir comparando estas palabras que
están leyendo ahora mismo con mis escritos de los ochenta y noventa
y, quizá, llegar a conclusiones parecidas sobre mí. Semana tras
semana, todos nosotros agregamos correos electrónicos y otros
documentos a nuestros archivos digitales; estamos dejando pistas para
que se pueda investigar nuestro desarrollo cognitivo. O su declive.
Tal vez algunos quieran estar informados (tengo claro que yo, desde
luego, no). Pero pongamos que le llega una oferta en el correo.
¿Permitiría que le colocasen monitores en casa por, digamos, una
reducción de 100 euros al mes en el seguro de salud o en sus
impuestos? ¿Y si fueran 500? Con mayor frecuencia vamos a tener que
enfrentarnos a estas preguntas. Apuesto a que inicialmente muchos
aceptaremos un ojo electrónico para "supervisar" a
aquellos de los que nos sentimos responsables. Sí, un sensor para
que nos diga cuándo la abuela de 90 años se pasa el día en la cama
puede tener sentido... Y las cajas negras que las aseguradoras están
probando para medir patrones de tráfico y bloquear el encendido si
detectan alcohol o drogas podrán hacer que un conductor novel de 18
años siga vivo (o cuando menos, bajar el coste del seguro).
Por tanto, si la vigilancia tiene sentido para jóvenes y mayores, no
pasará mucho tiempo hasta que nos encontremos rodeados de sensores.
Nos espiaremos a nosotros mismos y mandaremos informes
digitales. De hecho, el proceso ya está bastante avanzado. Mire
todas esas cámaras de seguridad que llevan años en nuestras calles
y edificios. Para los numerati, ya estamos
entregando las películas de nuestras mundanas vidas en sus
laboratorios, cada día con mayor detalle.
Traducción
de Antonio Sanz Domingo. 'Numerati', el libro de Stephen Baker, está
publicado en España por Seix Barral